sábado, 7 de noviembre de 2009

Capítulo I

Nos deslizamos por la senda hasta llegar al valle de las calabazas. Íbamos Veronik y yo, los dos cogidos de la mano, llenos de amor y ternura. Nos tumbamos sobre la hierba que cubría el suelo, tan verde y fresca como nunca lo había sido para mí antes. Me incorporé levemente para, enseguida, dejarme caer sobre su tierno cuerpo. Nos miramos fijamente a los ojos, yo procuraba no pestañear para, de esta manera, no perderme ni un instante la imagen más perfecta que había tenido la oportunidad de visualizar desde que la conocí: su rosada y suave piel. Le acaricié la mejilla cuidadosamente, utilizando tan solo la yema de dos dedos, intentando perturbarla lo más mínimo.
- Quiero que te quedes siempre conmigo-. Le dije con voz baja, procurando evitar que el viento no robara aquellas palabras que sólo nos debían pertenecer a nosotros dos.
- No puede ser Alexandre. Sabes de sobra que mañana he de volver a casa y vamos a estar mucho tiempo sin poder vernos. No lo compliques más, por favor-. Días después de su marcha, cuando me percaté de la amarga verdad que se escondía tras sus palabras, desee no haberlas escuchado jamás, aunque he de reconocer que en ese momento, sin saber exactamente por qué, no consiguió restarle nada de magia a la escena. Apoyé mi cabeza contra su hombro, intentando dormir un poco, pensando que al perder la conciencia, conseguiría eternizar esos preciosos segundos y aun sabiendo de lo inútil de mi esfuerzo, me entregué con todas mis fuerzas a mi fin, cegado por el amor que sentía hacia Veronik.
La brisa veraniega del atardecer levantó un pequeño remolino de hojas, las primeras que habían caído ese año; se alzaron del suelo dibujando trazos majestuosos dignos de las mejores estatuas romanas. Pasó el ligero viento y las hojas retornaron al suelo, cayendo suavemente, como si de copos de nieve se tratara. Me quedé embobado durante unos segundos, mientras contemplaba el movimiento de las hojas, pensando en todas las cosas que quería decirle: que la amaría siempre, que seriamos felices los dos juntos,… Eran tantas, que mi mente no alcanzaba a ordenarlas satisfactoriamente, aunque no era necesario, pues sabía que no debía mencionarlas, dado que la respuesta que en condiciones normales sería esperable de Veronik, podría convertirse en una avalancha de cuchilladas directas a mi alma, ya tan malherida por culpa de aquel amor.
El sol se escondió definitivamente tras las montañas y la penumbra empezaba a reinar en el ambiente, cada vez más sombrío. Ya se videaban las primeras estrellas que iban a decorar el negro vestido de noche con el que cada noche el cielo se viste para dormir.
- Es tarde, deberíamos irnos-. Me susurró Veronik al oído.
- Sí, vayámonos-. Contesté presto. Le besé inocentemente en la frente y me levanté de un salto. Ella hizo lo propio y empezamos a caminar. A los quince minutos ya nos encontrábamos delante de la puerta de su casa.
- ¿Quieres pasar?-
- Prefiero terminar cuanto antes-. Murmuré con la voz entrecortada. -Lo siento, no aguanto más este dolor-. Por más que luché y puse todo mi empeño, no conseguí evitar que se me derramara una lágrima.
- Como prefieras Alexandre. Sabes que siempre te llevaré aquí-. Se señalo el pecho con el dedo índice.
- Adiós, Veronik-.
La miré, me giré bruscamente y sin esperar a que cerrara la puerta empecé a dar lentos pasos, que poco a poco aceleraron su ritmo, convirtiéndose finalmente en una carrera.
Cuando llegué a casa, subí las escaleras y me tumbé en la cama desconsolado. Durante tres días tan solo abandoné mi escondrijo para ir al baño y beber agua.