sábado, 13 de noviembre de 2010

Un grito desde la desesperación


Los libros son como las personas, o mejor dicho, sus personajes son como las personas, o todavía mejor dicho, los personajes son como los amigos, son los amigos. Coinciden con nosotros en una determinada época de su vida, la que abarca desde que abrimos el libro y leemos su primera página, desde que aparece ese nombre, esa descripción, desde que nos presentan el uno al otro y finaliza con la última palabra de la última línea de la última página, cuando el personaje muere, cuando se aparta de nuestra compañía, cuando nuestro caminos se bifurcan y mientras él se mantiene en la eterna senda de la intemporalidad, bailando en el limbo a la espera de que otros se acerquen para conocerle, nosotros nos vemos obligados a dar otro salto a ciegas, a seguir buscando nuevos amigos, nuevos libros, nuevas aventuras. Si bien es cierto, que aunque la relación deje de ser tan fluida y que incluso llegue a congelarse y parezca que no existe, siempre queda un poso de alguna sustancia semiótica mágica que, como si fuera el mejor pegamento del mundo, no permite la separación definitiva, nos mantiene eternamente unidos. Sabemos que la luz de Hans Castorp nos iluminará permanentemente el espíritu, que podremos recurrir a él cuando nos entre en gana, tan solo con acercarnos a la polvorienta estantería y releer algún pasaje, alguna frase, una de las que subrayamos emocionados mientras nos extasiábamos en la más completa felicidad intelectual, para retomar la vieja amistad como si nunca hubiera existido el tiempo que unía el final del libro con el actual, de igual manera que sucede con los amigos. Dará igual que encontremos nuevas amistades, que descubramos otros jugadores a Dios que con sus ficticios universos nos deslumbren y nos parezcan ejemplos de perfección, de homogeneidad y de coherencia; la cicatriz que nos regala cada libro, cada personaje, cada amigo, siempre permanecerá visible, siempre estará accesible, no se borrará nunca. ¡Nunca!

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Andrés Neuman

Un fragmento de "La mujer Tigre, el que espera" escrito por este simpático muchacho.



" No hay nada más espléndido que las manchas color albaricoque de su cuello, que se estira y se pliega cuando atisba los flancos. Hace tiempo que la estudio y, de momento, lo único que he conseguido averiguar es que duerme por la tarde, se pierde por las noches y se asoma de este lado sólo al mediodía, cuando el sol le acentúa las franjas del lomo y enciende sus pupilas piedra pómez. Desde el día en que la encontré, distraída, clavándose un colmillo en el labio con delicadeza, no he dejado de imaginar la cacería. ¿Quién cazaría a quién? Desde luego su boca promete el vértigo, la sangre, el rito de la muerte ágil. Mi arma es esta pluma: suficiente al menos, para sucumbir con dignidad. Ese temblor del costado, de las rayas de su vientre al respirar, me salpica la vista, me obsesiona. Su dulce rugir de pequeña catarata me persigue cuando sueño. Al despertar, en cambio, sueño con perseguirlo. Ella tiene demasiado olfato como para dejarse sorprender en una página. Haría falta una novela, quizá varias, para poder albergar la esperanza de que bajase la guardia por un instante, en mitad de algún párrafo. Pero para hacer eso necesitaría estudiarla durante años. Al fin y al cabo, todo consiste en engañar al tigre. El hambre, algunas veces, la obliga a acercarse con encantador disimulo y relamerse. Si todavía no me ha atacado es porque, de momento, le agrada esto que escribo, o al menos le hace gracia a su coquetería. Por mi parte, estoy dispuesto al sacrificio: la supervivencia es tan mediocre... Sé bien que le importo poco, que para ella soy, básicamente, un curioso trozo de carne. Aunque también sé que, si transcurre un par de días sin que nos veamos, ella busca cualquier pretexto par regresar y rondar mi cuento. Incluso a veces me hace el honor y decide afilarse las uñas delante de mis ojos, frotándolas contra un árbol con una lentitud exquisita. Otras veces he notado cómo se demoraba al marcharse, mientras dibujaba hipnóticas ondas con su cola manchada. Y aún más. Estoy seguro de que en su guarida de fiera inconmovible, en las noches de luna clara, se siente sola. Y de que a veces, también, hace un esfuerzo y me recuerda. "

sábado, 23 de octubre de 2010

Max; Insomnio.


Otra noche más con insomnio, vagabundeando por las calles de la ciudad. Como cada día he perseguido sombras, gatos negros, he caminado sin rumbo fijo, a veces incluso en círculos, he visualizado fotografías, analizado ángulos de visión, contrastado iluminaciones, hasta he imaginado el plano secuencia que abriría mi primera película, la que rodaré con los beneficios que obtenga por la publicación de X, la novela que estoy escribiendo. 
Hoy mi paseo no ha sido especial, igual que tampoco lo fue el de ayer ni lo será el de mañana, no ha habido nada digno de narrar salvo el breve encuentro con Max, el mendigo que todos los días veo recostado en la puerta de la iglesia. No le dejaban quedarse en las escaleras en las que duerme todos los días y como medida de protesta ha orinado todo lo que hasta ayer fue su hogar, incluso sus propios pantalones. Después de su hazaña se ha marchado orgulloso al portal de enfrente. Seguramente, haya elegido ese lugar para poder disfrutar de las vistas a su antigua casa. No querrá perderse los gestos de asco de las ancianas al notar el hedor mañana por la mañana, cuando acudan temprano a su sesión religiosa. 
Por el camino de un lugar a otro, nuestras miradas se han cruzado, mientras refunfuñaba orgulloso un “así aprenderán a no meterse con la estrella del barrio, lo llevan claro los locos estos”. Creo que no le falta razón, sin duda es la persona más interesante y cuerda del distrito, aunque como a casi todos los que conozco, le han fallado las formas. Siempre lo mismo. Una bella historia, un argumento definitivo, echados a perder por la brusquedad, la falta de estilo y la ira. Que le vamos a hacer, tampoco voy a exigirle a la gente de mi vida que sean Proust. Hay que conformarse con lo que hay. Ya llegará el día en que se reconozca que... Paciencia.

lunes, 18 de octubre de 2010

sábado, 16 de octubre de 2010

El suicidio como ejemplo de elegancia, belleza y libertad


Debo reconocer que siempre me ha atraído la palabra suicidio, todas las caras que forman su poliédrica estructura me parecen extremadamente interesantes; es un concepto bello, libre, elegante, perfecto; una unidad completa, cerrada, principio y final. Es la obra total a la que todo ser humano aspira a lo largo de su vida, el culmen de nuestra existencia, el punto de no retorno, el instante decisivo que diría Cartier-Bresson pero extrapolado del mundo de la fotografía al de la vida diaria, de la realidad a la ficción.
Analicemos el por qué de esta cuestión.
¿Qué puede haber más hermoso que abandonar este mundo por voluntad propia? La respuesta es fácil: Nada. La belleza de un gesto tan noble, tan verídico, tan real, tan justo no es comparable a ningún otro acto que un ser humano pueda llevar a cabo. El suicidio es un ejercicio de libertad máxima; nosotros tomamos la decisión de cuando nos vamos de aquí, de cuando dejamos de ser un personaje de esta larga novela llamada humanidad, nadie nos impone la llegada de la muerte, ni Dios, ni la naturaleza, ni siquiera nuestra familia o amigos. La elegimos nosotros a ella. No nos elige ella a nosotros. La decisión será siempre personal, intransferible y por tanto leal. ¿Leal a qué? A nuestros principios, a nuestra manera de ver la ficción de la que habla Jean Pierre Leaud en la Mamain et la Putain. Es la nobleza disfrazada de acción, de actitud, de muerte. La fidelidad, tan acertadamente denostada en este siglo XX, retorna al primer plano mostrando su cara más amable, más lúcida, la que nunca debiera haber abandonado. ¿Por qué ese miedo a la no existencia? ¿Por qué arrastrar la vida por el fango, exprimiendo cada uno de sus últimos y penosos coletazos? No entiendo el miedo que siente el gentío ante la muerte, pues al fin y al cabo es nuestro estado natural; no olvidemos que la vida es la excepción de la muerte y no al contrario. Hay que ser elegante, educado, agradecido. Si la vida nos permite disfrutar cincuenta años, no la estiremos como haríamos con un chicle mascado, tirémosla a su debido contenedor para que pueda ser reciclada y reutilizada por otros. ¿Qué sentido tiene finalizar nuestra obra en la Tierra y proseguir la existencia? Hagan como el francés Levé, desprendan de Ustedes toda la literatura, el cine, la pintura,… que lleven dentro y márchense. 
No estropeen el precioso regalo con el que se nos sorprendió tiempo atrás: . Recuerden que se nos ofrecieron un juguete tierno, carnoso, húmedo y, que en un 99% de los casos, devolvemos una cáscara de nuez arrugada, seca, carcomida por el cáncer, la sífilis o cualquier otro medio que la madre naturaleza pone a nuestro alcance para ayudarnos a salir de la fugacidad y penetrar en la eternidad del vacío, de la nada. Así, que por favor, Caballeros y damas, por su propio bien y por el de los demás, suicídense. El mundo se lo agradecerá.


viernes, 8 de octubre de 2010

Paco Gómez

Leí anteayer en El País un artículo sobre una exposición que se iba a celebrar en Barcelona, su título: Paco Gómez, orden y desorden. Confieso que hice clic en el rótulo/link casi por inercia, pues, por mi desconocimiento acerca de Paco Gómez y su obra, esperaba encontrar la típica exposición con fotografías de la Guerra Civil (por Guerra Civil podemos sustituir casi cualquier motivo de índole parecida), cuando de pronto algo me hizo sospechar de que quizás iba a equivocarme. Comencé a leer el texto que acompañaba las imágenes, antes incluso de verlas (Nota: Esto quizás demuestre una teoría que a veces me ronda por la cabeza: me gusta más teorizar sobre las cosas, que las cosas en sí. Debo meditarlo profundamente, el día que lo haga y si llego a alguna conclusión, prometo hacerla pública), y ciertas palabras me llamaron la atención: fachadas, humedades, sombras, formas,… Como si fuera un acto reflejo, un nombre se apareció en el horizonte: Aaron Siskind, aquel que trunco todas mis expectativas como fotógrafo algunos años atrás. De la mano de Siskind, otro viejo conocido que también ha pasado por aquí en más de una ocasión hizo aparición en la sala: Edward Weston. Y con ellos dos toda una serie de preguntas: ¿Existirá un fotógrafo español que haya dedicado su obra a algo diferente del fotorreportaje? ¿De ser así, habrá seguido el mismo camino de los dos colegas citados unas líneas más arriba? Sin perder más tiempo, seguí leyendo todo el artículo y cual fue mi sorpresa/alegría cuando pude corroborar que sí. ¡Había existido alguien en España que había jugado con el lenguaje fotográfico! En cuanto hube confirmado esta hazaña, paré de leer, y mis ojos buscaron como locos las imágenes. Necesitaba confirmar las pruebas. Las primeras que vi me gustaron, se percibía enseguida el afán renovador, nótese que no he querido decir modernista, como absoluto protagonista de la obra. 
Las líneas, los planos, los volúmenes, los contrastes dominaban todo el encuadre, se erigían como las reinas de la fiesta. Eso era justo lo que yo buscaba, pero había algo que no me acababa de convencer. Las imágenes aparentemente mostraban todo lo que yo le exijo a una buena fotografía, no existía ningún motivo aparente por el cual mi estado no se viese alterado, como me había sucedido otras veces, por ejemplo cuando descubrí a Cartier-Bresson, a Robert Cappa… Seguí mirando hasta que llegué a la cuarta instantánea: una vieja fachada del paseo de la Habana de 1974.


De pronto mi mente se iluminó, se excitó, se sobrecogió, se aísló completamente de lo que la rodeaba y lo hizo todo al mismo tiempo. La belleza de la fotografía era sublime, conjugaba a la perfección los motivos postimpresionistas tranformándolos en una unidad completa, en un todo indivisible y no solo eso, además no dejaba de lado ni la composición, ni las texturas, características normalmente asociadas a un uso más clásico, pero que no por ello han de caer en el olvido (Este suele ser el gran problema del arte moderno: no es capaz de innovar sin mantener las virtudes de épocas pasadas). Toda la imagen está perfectamente ordenada, los planos, las líneas, se distribuyen homogéneamente, las zonas oscuras contrastan con las claras, las líneas rígidas con las curvas. Todos los elementos están perfectamente armonizados entre sí. La fotografía es el triunfo de la unión de todos los elementos que la conforman, en representación de las dos grandes escuelas que dominan el panorama actual del arte pictórico: (Ahora me permito robar, sacar de contexto y utilizar indebidamente palabras del mundo de la Pintura. Lo hago obligado por la ausencia de términos en la Fotografía que definan los conceptos que quiero expresar y no deseo que sirvan como precedente. Prometo no volver a hacerlo) abstracción y figuración. Sin duda, tenía ante mí, aunque solamente fuera en la pantalla de mi ordenador, una de las mejores fotografías que nunca había tenido la oportunidad de admirar. Una de las más perfectas fusiones entre antigüedad y contemporaneidad, entre clasicismo y modernidad, entre tradición y originalidad. Me quedé casi cinco minutos embobado, sin pensar en nada más, totalmente fuera del lugar físico en el que me hallaba. Fue una experiencia extremadamente hermosa e intensa. De lo mejor que me ha sucedido últimamente.
Del resto de imágenes que completan la serie no voy a decir nada, lo siento mucho, pero olvidé que existían debido al éxtasis que me embriagaba.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Orlando de Virginia Woolf

Decía Virginia Woolf, considerada por muchos como la alumna más aventajada de Marcel Proust, que estaba cansada de escribir, que necesitaba unas vacaciones. Le desagrada la idea de seguir narrando como lo había hecho siempre y quiso parar, contar algo nuevo, extravagante, que poco o nada tuviera que ver con su obra hasta ese momento; quiso concederse un capricho. Este fue el contexto en el que nació, creció y maduró su Orlando.
Portada original del libro
Y es que el argumento de la historia que Woolf nos relata, ya deja bien a las claras que estamos frente a una novela, cuanto menos, diferente, distinta, curiosa. Un noble del siglo XVII avanza por el tiempo, recorriendo distintas épocas de la humanidad, mientras se va percatando de que el ejercicio de la escritura es su gran pasión y a lo que le desea dedicar su existencia, todo esto acompañado por un repentino cambio de sexo al cumplir los treinta años de edad.
Toda la historia está narrada en tono biográfico, son continuas las referencias a presuntos manuscritos extraviados o conservados en mal estado, a partir de los cuales Woolf va tejiendo a un personaje aventurero, atemporal, andrógino, cuyo amor por la literatura va expulsando toda la sangre azul que bombeaba su corazón en sus orígenes. Orlando, siempre acompañado por su poema, The Oak Tree, deambula casi perdido por el espacio-tiempo como quien sale a pasear al perro por un parque una plácida noche de verano. Avanza de imperio en imperio, pasa por la corte de Queen Elisabeth, convive con sultanes otomanos,… hasta que finalmente acaba por recibir un premio por su bella poesía, ya en tiempos de Virginia Woolf, allá por los inicios del siglo XX.

Orlando a su regreso a Inglaterra
Cabe destacar la comparación entre las dos vidas, primera la de hombre, después la de mujer. El cambio se produce simplemente a nivel físico, no mental: su órgano reproductor masculino se convierte en femenino, pero no existe variación en su identidad, en su manera de pensar, en su memoria. Si bien Orlando nunca había destacado por una virilidad extrema, si que es palpable el cambio sustancial que se produce en el trato que recibe exteriormente, por parte de otros personajes. Mientras era de género masculino, en su lucha para abandonar los placeres físicos y materiales que le ofrecía su posición de noble nunca recibe apoyo, pero tampoco es obstaculizado, no se le priva de ningún placer, se le permite decidir libremente. 
 Virginia Woolf
Al verse transformado en mujer, el contexto que le acompaña se torna mucho más arisco y arduo, algo que no sucedía antes de la permuta sexual. Frecuentemente, Orlando es despreciada, o tenida poco en cuenta, dando a entender la existencia de unos valores machistas y anticuados, muy criticados siempre por la autora, si bien, creo que no se debiera proponer el feminismo como el eje fundamental de la novela, pues como mucho se le puede considerar un punto de apoyo, pero pequeño, apenas visible. Más bien, se ha de considerar la androginia de Orlando como el reflejo de la ambigüedad sexual que gobernaba los círculos y las relaciones sociales en los que se movía Woolf por la época en la que decidió tomarse ‘unas vacaciones’ y escribir Orlando. Son continuas las referencias indirectas a Vita Sackville-West, (desde el poema hasta ciertos lugares por los que discurren las aventuras de Orlando) que fue primero amiga y luego pareja sentimental de la escritora durante algún tiempo y también  quien la introdujo en el safismo y en general en un mundo de libertad sexual y promiscuidad, donde el género se aceptaba como una construcción social más y no se le concedía el origen biológico-sagrado con el que se acostumbra a asociarlo en la mayoría de los sectores sociales de principios del siglo XX.

Vita Sackville-West, amiga y amante de V.Woolf
De la hermosa prosa de Virginia Woolf, mejor no diré nada, ella habla por sí sola:
He would give every penny he has (such is the malignity of the germ) to write one little book and become famous; yet all the gold in Peru will not buy him the treasure of a well-turned line. So he falls into consuption and sickness, blows his brains out, turns his face to the wall. It matters not in what attitude they find him. He has passed through the gates of Death and known the flames of Hell.

Capítulo primero de Orlando, Virginia Woolf, Ed. Penguin books 1993

viernes, 6 de agosto de 2010

Perfecto equilibrio


Me ha maravillado la asombrosa sencillez con la que el peso y la fuerza presencial del torso femenino son compensados con los cordones del corsé, que tan sutilmente se presentan iluminados sobre la sombra que proyecta el propio banco sobre el que yace la sensual dama.

viernes, 25 de junio de 2010

Marguerite Duras en clase de Landwirtschaftliches Rechnungswesen

Yo estaba en clase de contabilidad agronómica. Me hallaba sentado en un lateral de la sala, justo delante de la pantalla que la irregular distribución del mobiliario había obligado a colocar sobre la puerta de entrada. Mirábala desganado, igual que a la profesora y a los tres compañeros que compartían los asientos de mi fila. Me aburría. Me aburría el recto e insulso discurso de mi tutora. Su voz atonal se perdía como un murmullo en el vacío de la sala. Nada de lo que oía o veía me interesaba.

Quería que mi reloj marcara las seis menos cuarto de la tarde, hora a la que podía marcharme sin llamar negativamente la atención de mi gruesa maestra. Mi vista empujaba la manecilla de los minutos del reloj, quería acelerar su rotación dentro de la caja. Quería dejar de aburrirme, de tirar mi tiempo. Quería dejar de morir. Ansiaba vivir.

Un compañero, que no tengo claro si bajo su pantalón vaquero escondía una vagina o un pene, alzó su voz para responder a una cuestión propuesta por la profesora. ¡Bravo, hermafrodita! A pesar de tu indiferencia sexual posees una inteligencia portentosa. Te admiro. Lo hago, aunque realmente no creo que seas tan listo. Si lo fueras, marcarías claramente tu posición sexual, tu género, aunque tan solo fuera por evitar incómodas confusiones. Lo harías. Tu ambigüedad no esconde ventaja alguna bajo la máscara de falsa libertad burguesa que llevas puesta. Me repugnas.

He bebido antes de entrar en clase. Siempre bebo. Por la mañana bebo, por la tarde bebo, por la noche también lo hago. Es un vicio, mi vicio. No hay razón para hacerlo, pero lo hago. Tristemente tampoco hay ninguna razón para dejar de hacerlo. Me gusta demasiado.

No son las seis menos cuarto, pero mis compañeros se levantan de sus sillas, abandonan la sala. Se van. Son las cuatro, hora del descanso intermedio. Voy a aprovechar para largarme de aquí. Me camuflaré entre el alboroto de mesas, borregos y sillas. Me voy a vivir. Adiós.

sábado, 19 de junio de 2010

Eric Rohmer, escritor.

Caminando un día del mes de Junio por Unter den Linden, me detuve, como siempre que pasó por esta calle, en los puestos de libros que hay en la entrada de la Humboldt Uni. Eché un vistazo a las publicaciones ofrecidas, buscando clásicos alemanes en su idioma original, ésos que me quiero llevar a España y que llevo varios meses recopilando. Encontrar literatura en el idioma original en la península es complicado, por lo menos en mi ciudad.
De pronto, mis ojos se detuvieron sobre la portada de un libro y leyeron sorprendidos: Elisabeth von Eric Rohmer. Rapidamente tomé el libro y lo ojeé. ¿Era Eric Rohmer, el director de cine que tanto me entusiasmaba? ¿Había escrito una novela? Busqué en mi bolsillo los tres euros necesarios para adquirir el libro, pero no los encontré, por lo que tuve que volver al día siguiente.
Durante ese día numerosas preguntas rondaban mi cabeza. ¿Conseguiría Rohmer tener tanto éxito con la literatura como con el cine? (Nota: Este es mi blog y aquí yo marco las normas, yo decido lo que está bien y lo que no. Mi visión es la única posible. Quizás en un futuro mis ideas cambien y se contradigan a sí mismas, esto sucede habitualmente. Pero todas ellas coincidirán en su origen: yo. Ahora en el presente, mis opiniones dejan de serlo para transformarse en axiomas, en leyes. Es decir: El cine de Rohmer es maravilloso y punto.) ¿Por qué yo no conocía esta faceta de uno de mis directores favoritos? ¿Por qué soy tan inculto? ¿Alguna vez dejaré de ser una camiseta llena de agujeros?
Empecé a leer la novela ávido de nueva sabiduría rohmeriana y he de reconocer que no me defraudo en absoluto. Paisajes, diálogos, líos amorosos, toda la temática del director (y escritor) francés en estado puro. Y no solo eso, sino además, en su forma original, en su estado casi prenatal. Elisabeth fue escrita en 1944 en una habitación de París, desde la que como el mismo Rohmer dice ‘se escuchaban los disparos de entre aliados y nazionalsocialistas’, quince años antes del rodaje de su primera película, cuando Rohmer quería ser escritor y ni se planteaba hacer cine. (Esto lo supe después de comprar el libro.)
La novela discurre en un pueblo cercano a París (en la ficción) llamado Percy. El ambiente campestre, humano, natural que envuelve muchas de sus películas es trasladado directamente al papel mediante largas descripciones de bosques, jardines, casas, entremezcladas con bellos diálogos característicos de sus films, (veáse Le genou de Claire, Ma nuit chez Maud,…)
Durante el relato se van entrelazando como si fueran una tela de araña, muchas de esas hermosas escenas, (no sé si esta estructura pretendía maquillar la obra con un toque modernista, tan habitual de la época) que nos van ofreciendo distintas caras del discurrir veraniego de varios personajes de un tranquila villa rural. Amantes que dudan de su amor, jóvenes que descubren nuevos e inmensos mundos por primera vez, la libertad campestre, la alegría de vivir. Todos los pequeños placeres por los que merece la pena existir, retratados con sutileza, sin exageraciones, narrados con la naturalidad con la que suceden. 
Rohmer nos muestra escenas que por acostumbradas, nos pueden llegar a parecer casi triviales, vacías, pero que a la vez vertebran nuestra existencia, las que nos hacen felices o desgraciados, las que nos recuerdan que somos algo más que un grupo de átomos bien organizados, las que originaron la Nouvelle Vague.
En resumen, armonía, belleza y, casi austeridad, mezcladas y servidas como sólo el maestro sabe.
Muy recomendado.

sábado, 5 de junio de 2010

Retrato de chica ataviada con vestido azul.
Johannes Verspronck. Óleo sobre lienzo. 1641
66.5 x 82 cm
Rijksmuseum (Amsterdam)

Hacer clic en la imagen para agrandar. Recomendado. 



martes, 1 de junio de 2010

Muerte de una mosca. Fragmento. - Marguerite Duras

“Me gustaría contar la historia que conté por primera vez a Michelle Porte, que había rodado una película sobre mí. En aquel momento de la historia, me encontraba en lo que se llamaba la despensa, en la “casita” con la que comunicaba la casa. Estaba sola. Esperaba a Michelle Porte en la mencionada despensa. Con frecuencia me quedo así, sola, en esos lugares tranquilos y vacíos. Mucho rato. Y fue aquel silencio, aquel día, cuando de repente, en la pared, muy cerca de mí, vi y oí los últimos minutos de la vida de una mosca común.
Me quedé en el suelo para no asustarla. Me quedé quieta.
Estaba sola con ella en toda la extensión de la casa. Nunca hasta entonces había pensado en las moscas, excepto para maldecirlas, seguramente. Como usted. Fui educada como usted en el horror hacia esa calamidad universal, que producía la peste y el cólera.
Me acerqué para verla morir.
La mosca quería escapar del muro en le que corría el riesgo de quedar prisionera de la arena y del cemento que se depositaban en dicha pared debido a la humedad del jardín. Observé cómo moría una mosca semejante. Fue largo. Se debatía contra la muerte. Duró entre diez y quince minutos y luego se acabó. La vida debió acabar. Me quedé para seguir mirando. La mosca quedó contra la pared como la había visto, como pegada a ella.
Me equivocaba: la mosca seguía viva.
Seguí allí mirándola, con la esperanza de que volviera a esperar; a vivir.
Mi presencia hacía más atroz esa muerte. Lo sabía y me quedé. Para ver. Ver cómo esa muerte invadiría progresivamente a la mosca. Y también para intentar ver de dónde surgía esa muerte. Del exterior, o del espesor de la pared, o del suelo. De qué noche llegaba, de la tierra o del cielo, de los bosques cercanos, o de una nada aún innombrable, quizá muy próxima, quizá de mí, que intentaba seguir los recorridos de la mosca a punto de pasar a la eternidad.
Ya no sé el final. Seguramente la mosca, al final de sus fuerzas, cayó. Las patas se despegaron de la pared. Y cayó de la pared. No sé nada más, salvo que me fui de allí. Me dije: “Te estás volviendo loca”. Y me fui de allí.

domingo, 16 de mayo de 2010

Ya no están los olmos

Ya no están los olmos del jardín que se ve desde el salón de mi casa. Los han talado todos. Ayer antes de salir a la calle, me asomé por la ventana para comprobar si llovía, para saber si debía coger una chaqueta vaquera o el abrigo acolchado de invierno, y allí, sin saberlo, los vi por última vez, atravesando el aburrido paisaje urbano, colocados en una larga fila que unía pacíficamente el suelo con el cielo, demostrando que no es tanta la distancia que separa lo uno de lo otro. Se erguían firmes, rectos, intentando disimular los estragos que el paso del tiempo les había causado, y a veces, cuando la meteorología acompañaba, hasta lo conseguían.

La calle se ha quedado inerte. El verde ha dejado paso al gris. Ya no se volverá a oír el silbido de sus hojas quejándose por la extrema violencia de un vendaval, ni se podrá tantear a ojo su fuerza, ni su dirección, habrá que salir al balcón, enfríarse un poco los riñones y sacar una mano para determinar con dificultad lo que antes se podía apreciaba con un simple golpe de vista. Son gestos, miradas, temas de una época ya pasada, que no se volverán a repetir.

No sólo se han llevado los árboles, también se han perdido los pájaros que anidaban entre sus ramas, que se cobijaban en sus acogedores rincones, caliente, secos, donde protegían a sus crías, donde eran invulnerables a agua, viento y fuego, igual que lo era yo al sentarme a leer en el sillón de la ventana, a la sombra que la espesa hojareda que me cuidaba y me resguardaba, que me hacía sentir protegido, fuerte, valiente, aunque sólo tuviera once años y todavía necesitase cada noche el beso de mi madre para poder conciliar un poco de sueño.

Aun están los tocones clavados al suelo, supongo que mañana vendrán a quitarlos. No dejarán ni la tierra en la que se entremezclaban sus raíces, arrasarán con todo. ¿Alguna señal como recuerdo? No, absolutamente nada, son así de despiadados, seguro que si pudieran harían desaparecer hasta las imágenes que de ellos guardo en mi cabeza, menos mal que aun no han sido inventadas las gomas de borrar mentales.

Ahora, cuando unas viejas cortinillas de punto blanco me lo permiten, puedo ver a mi vecina de enfrente; no sé cómo se llama, ni de qué trabaja, es joven, esbelta y muy guapa, aunque aun así sabe a poco, la belleza humana comparada con la natural siempre pierde, es una partida jugada en desventaja, la parte contra el todo.

Supongo que con el tiempo yo también les quitaré protagonismo, dejarán de ser importantes, su ausencia ya no será tan profunda y abandonará el centro de mi pensamiento, espacio que por un tiempo, tengan eso por seguro, ocuparán en exclusiva. Con los días se trasladarán a un lugar más apartado, menos visitado, pero aun así, sea cual sea el cajón de mi memoria en el que decidan instalarse, estoy seguro de que ahí recibirán toda clase de mimos y cuidados y de que ese cajón, al igual que en el que guardo la fotografía de mi abuela fallecida el año pasado, permanecerá a buen recaudo para siempre, o por lo menos, hasta que alguien me guarde a mí en otro.

sábado, 15 de mayo de 2010

Sin Título

Me puse la chaqueta, me atusé el pelo con la mano y abrí la puerta de mi casa para salir a la calle. Había quedado con Silvia en la puerta de los cuatro perros a las ocho y media, por lo que debía apresurarme si quería llegar puntual. En el ascensor dudé entre ir en metro o a pie, pues el transporte público, aunque era incómodo y sucio, me aseguraba mi presencia en la cafetería a la hora estipulada, en cambio, si me daba un paseo, aunque disfrutaría mucho más de mi viaje, llegaría tarde con total seguridad. Rápidamente, discerní que era mucho mejor marcharme caminando, pues así podría contemplar el triste y a la vez hermoso paisaje urbano, el mismo que tanto odié cuando llegué a la ciudad y que ahora, un par de años después, se había convertido en uno de los lugares por los que más me gustaba deambular en mis caminatas nocturnas. Sin saber cómo ni por qué, esta ciudad ya era tan familiar para mí como la playa de Tenac en la que me crié hasta que cumplí los 11 años. Durante el estimulante trayecto, intenté pensar en alguna excusa para justificar mi tardanza y lo que era peor aun, por qué motivo yo no llevaba nada de dinero encima. Se me ocurrieron varias ideas, todas ellas poco convincentes, por lo que opté por utilizar la estratagema que me salvó el día anterior cuando me reuní con Marta; diría que unos jóvenes vándalos me siguieron mientras caminaba y que en una esquina desierta, por la que no circulaban transeúntes ni vehículos, me amenazaron con una navaja, obligándome a darles todas mis humildes pertenencias. La verdad, es que está historia tan común como inverosímil, siempre me daba buenos resultados, aunque realmente yo creo que nadie la tomó en serio ni una sola de las veces de las que la relaté.
Llegué a la puerta de los cuatro perros, eran casi las...

miércoles, 5 de mayo de 2010

Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reivindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco.

Capítulo 23 Rayuela, Julio Cortázar

miércoles, 14 de abril de 2010

Edward Weston



Desde hace algún tiempo, he tenido contacto con las fotografías de Edward Weston y he notado cierta tendencia simplista que encuadra la obra de Weston dentro de lo que en pintura se conoce como abstracción, es decir, la representación de una imagen que no posea un referente real. No entraré en la discusión de si la fotografía toma adecuadamente o no términos de otros ámbitos, principalmente de la pintura. Para ello recomiendo leer "Sobre la fotografía" de Susan Sontag, donde si bien no se detalla completamente una solución final, si se aportan pistas para que cada uno concluya el pensamiento de la forma que le parezca más acorde con su propia ética y entendimiento. Mi deseo es centrarme en la explicación básica de por qué es imposible inscribir a Weston (quien dice Weston, se refiere también a Siskind y en general a todos y cada uno de los fotógrafos profesionales o aficionados de nuestra querida Tierra) bajo el modernista término abstracción o cualquiera de sus derivados. A pesar de no ser partidario de asociar nombres concretos a movimientos artísticos, (que es otra discusión posiblemente más interesante que la aquí mentada) ,aunque sea ésta es la segunda vez que escribo sobre este tema, quiero inmiscuirme en esta problemática y señalar un argumento evidente a los ojos de cualquiera para demostrar así que no hay nada más alejado de la abstracción que la obra de un fotógrafo e intentar aclarar el por qué de este error.
En primer lugar, es necesario definir el término fotografía. La fotografía es una copia de la realidad, una reproducción sobre papel de objetos, personas, paisajes, etc, situados frente al objetivo de la cámara. De hecho, la fotografía es la más fiel reproducción de la realidad que a día de hoy se puede obtener. No entendiéndose como tal, las imágenes retocadas ni los fotomontajes, o lo que es lo mismo, solo admitiendo el concepto cartier-bressonianode fotografía.
La definición de abstracción ha sido esbozada unas líneas atrás, no siendo necesario recalcar nada más, por lo tanto ya debiera resulta evidente que es imposible asociar la idea de abstracción junto a la fotografía, siendo ambos términos ontológicamente opuestos, pues la fotografía tiene como único eje en el que sustentarse la realidad, mientras que la abstracción propone todo lo contrario.
El por qué de este error recae, a mi juicio, en la confusión a la hora de asociar unas características a ciertos movimientos determinados.
Las fotografías de Weston, sobre todo las más conocidas, sirvan de ejemplo las de su colección de frutas y verduras, las de dunas, los paisajes urbanos con tuberías y cables de teléfono y sus desnudos tienen como principales protagonistas las líneas, los volúmenes y las formas.



(No menciono la textura, la composición y la luz porque esas cualidades son (o deberían ser) atribuibles a cualquier buena fotografía, si bien es necesario explicar que en la obra de Weston, la luz a veces no sólo juega un papel fundamental para conseguir una iluminación perfecta de la imagen representada sino que también colabora en la formación de volúmenes y contrastes, contribuyendo así a la belleza que se le atribuye a la fotografía. Este efecto se puede apreciar sobre todo en las representaciones de dunas). Ellos son los que dominan la imagen de principio a fin, perdiendo importancia dentro del marco visual, el referente real representado en la fotografía, lo cual no quiere decir que no se encuentre en la imagen. El referente (pimientos, excusados, torsos desnudos,…) está presente en todo momento, nunca desaperece por mucho que otras características sean las que dominen la escena y sin su desaparición es imposible hablar de abstracción. Podremos adjudicarle numerosos adjetivos que sitúen la fotografía bajo varios movimientos artísticos, muchos, tantos que no podremos ni imaginarlos todos, pero siempre que estos se apoyen en (tomando prestado el término de la pintura) la figuración.



Los protagonistas de las fotografías de Weston, como cualquier lector interesado en el tema que haya llegado a esta línea sabrá, son los mismas que se suelen utilizar para hablar, comentar, criticar o defender las creaciones abstractas del siglo XX, los rombitos del Sr. Mondrian que diría Dalí,



y he aquí donde se produce la confusión.
Si bien, es cierto que en ambos campos coinciden las palabras y los términos utilizados para referirse a ellos, también se debe recordar el distinto origen del que proviene cada manifestación artística, una de la realidad y otra de la irrealidad, para, de esta manera, no acabar cayendo en el error de confundir términos y asociar erróneamente conceptos alejados años luz entre sí.

sábado, 6 de marzo de 2010

Sin título

Hojas amarillas levantadas del suelo por la brisa veraniega, que imitando los trazos de las estatuas griegas y romanas, forman un majestuoso remolino. Sendas sinuosas serpentean entre los valles buscando la sombra que se esconde tras las montañas. Sueños de amor adolescente que desaparecen al ritmo de la puesta de sol. Cadencia en la disposición de los árboles, situados en el precipicio del corazón, donde mueren todos los primerizos inocentes, donde empieza, prosigue y termina el fin, donde los ríos fluyen para llegar al mar, a la muerte, al vacío, a la nada. Dos nubes susurrándose secretos al oído, conspirando para ocultar la luz, para impedir el apogeo de la belleza natural; dos cuchillos entrando a través de mi piel, arrancando con rudeza ríos de sangre, sangre que llegará al río, que llegará al mar, a la muerte, al vacío, a la nada. El canto humilde de los pájaros brotando como manantial de vida, apagado por la violencia de las nubes, empañado como un cristal vaporoso bajo la lluvia. La lucha por sobrevivir entre la desolación, entre la tristeza, entre las hojas amarillas que revolotean a mi alrededor. La textura de la mano de Veronik, la palma arrugada y recia, la piel superior contrapuesta con la aspereza de la palma, los dedos largos, finos, de pianista, las uñas endebles y mordisqueadas, interrumpidas por el vuelo repentino de un gorrión simulando un aeroplano de inicios del siglo XX, alas extendidas aerodinámicamente, cabeza erguida, vuelo rápido, ruidoso, no por sus alas al batir, sino por su gorgotear, que distrae mi atención y la de las nubes, que se silencian complacidas por la estética al planear. Retrocruzamiento de ideas, intercambio del pequeño amigo avícola por el final de la extremidad de Veronik. Imposibilidad de mantener el pensamiento donde yo deseo, explosión intensa del amor desnutrido que vemos como abandona la que creíamos su habitual morada, su hogar, en el que se había instalado para siempre, hasta hoy. Inundación del lenguaje, del corazón, desbordamiento masivo. El río remueve la verde vegetación, la vida, vituperándola sin contemplación, la violencia vuela variando su dirección, violaciones autorizadas del amor, impuestas por la inexperiencia, por el poco rubor, fluctuaciones juveniles de pasión, aparente inverosimilitud de la realidad, contraria a la imaginación, opuesta a la virtud.
-¿Quieres que nos sentemos?-.
-Sí-.
El frescor verde de la hierba acariciando mis plantas de los pies, cosquilleo infinito que intenta abrir una rendija para introducir el dolor frío, inherente al ímpetu quinceañero, que convivirá en mi alma a la que se agarrará con cadenas macizas, a la que subyugará con aguijonazos perpetuos, con la que entablará amistad verdadera, plena, la que se forja con el inexorable paso del tiempo. Mi hombro rozando su blusa, desabotonada hasta el tercer botón, mostrando el inicio de exuberantes senos, ocultando secretos tan solo descubiertos por mí, puestos mañana a disposición cualquiera.
No deseo que marches mañana, permanece eternamente recostada sobre mí.
Cabellos castaños ondulados, posados sobre los pomulos, sobre los hombros, cayendo suavemente por la espalda hacia el suelo, tocando la hierba con la punta. El contraste del intenso verde vegetal con el marrón miel. Paisaje de estilo impresionista, la dama de la isla de la isla de la Grande Jatte.