Salí de la estación para dirigirme al centro de idiomas, cuando al pasar cerca de un joven ataviado con una chaqueta amarilla con propaganda de International Amnisty (Amnistía Internacional) pude escuchar una conversación entre dicho chico y un hombre adulto de unos cincuenta años de edad, vestido con una chaqueta elegante, corbata y mocasines.
- ¡Caballero! ¿Tiene un momento?
- No. Llego tarde a trabajar.
- ¿No le interesan los derechos humanos?
- No, me dan igual.(Breve silencio). Ya se ocupará otro de eso.
- Pero señor, la gente se muere injustamente...
- ¡Qué le he dicho que me da igual que se mueran todos, no me importa, yo he de ir a trabajar!
El joven de la chaqueta amarilla, a pesar de lo acostumbrado que estaba a escuchar vanas excusas, no pudo ocultar el desasosiego ocasionado por la fría respuesta de su interlocutor. Su gesto mostraba la desidia y la impotencia que le estaban recorriendo por el interior. ¿Sería mejor abandonar y dedicarse a otra cosa? ¿Debería olvidar todas las injusticias del mundo e intentar vivir como si éstas no tuvieran lugar? Estas eran preguntas, que cada vez atravesaban con mayor frecuencia la mente del joven. ¿Por qué le pasaba esto? Sabía que no iba a ser fácil cambiar el mundo, pero siempre se había prometido a sí mismo que iba a ser fuerte, que iba a luchar contra todos, que nada ni nadie iba a poder hacerle cambiar de opinión,... Pero cada vez, costaba más esfuerzo realizar las mismas acciones de siempre y aunque cada mañana antes de salir a la calle, se encerraba en sí mismo para impedir que las desesperanzadoras palabras de las personas entrevistadas no le influyeran en su ánimo, él mismo empezaba a creer que no aguantaría mucho más tiempo corriendo tras el viento. Necesitaba ver recompensada su labor para no acabar dejándola de lado. Desconocía la razón que le inspiraba este sentimiento de abandono y tristeza, a pesar de que mucha gente ya le había advertido que algún día llegarían, especialmente las dos personas que más le querían en este mundo: sus padres. Como el resto de jóvenes no se había creído un ápice de todos los sermones con los que sus progenitores habían intentado endurecerle el corazón. Siempre creyó que todas las advertencias recibidas caerían en el olvido y que nunca le serían útiles. Pero repentinamente, todo lo que había escuchado en otro tiempo, se estaba cumpliendo ahora a rajatabla. La pasión que anteriormente había gobernado su comportamiento se desvanecía por momentos, la fuerza de su espíritu menguaba irremediablemente, y aunque lo hacía de forma lenta, no dejaba un solo instante de tregua. Cada vez tenía menos ganas de enfrentarse al mundo, incluso le atemorizaba a veces tener que entablar conversación con los débiles individuos que podía encontrar en Friedrichstrasse, calle en la que solía desempeñar su labor. Queria seguir convenciendo a las personas de que el cambio era posible, seguir siendo una roca a la que es imposible mover, seguir, seguir,... pero en su interior empezaba a estar harto de ir en contra de la corriente. Le tentaba demasiado dejarse llevar, aunque precisamente eso era lo que él siempre había criticado. La posibilidad de convertirse exactamente en lo que repudiaba, le hacía sentirse desolado, triste,... Le amargaba pensar que estaba dejando atrás su juventud.
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