domingo, 16 de mayo de 2010

Ya no están los olmos

Ya no están los olmos del jardín que se ve desde el salón de mi casa. Los han talado todos. Ayer antes de salir a la calle, me asomé por la ventana para comprobar si llovía, para saber si debía coger una chaqueta vaquera o el abrigo acolchado de invierno, y allí, sin saberlo, los vi por última vez, atravesando el aburrido paisaje urbano, colocados en una larga fila que unía pacíficamente el suelo con el cielo, demostrando que no es tanta la distancia que separa lo uno de lo otro. Se erguían firmes, rectos, intentando disimular los estragos que el paso del tiempo les había causado, y a veces, cuando la meteorología acompañaba, hasta lo conseguían.

La calle se ha quedado inerte. El verde ha dejado paso al gris. Ya no se volverá a oír el silbido de sus hojas quejándose por la extrema violencia de un vendaval, ni se podrá tantear a ojo su fuerza, ni su dirección, habrá que salir al balcón, enfríarse un poco los riñones y sacar una mano para determinar con dificultad lo que antes se podía apreciaba con un simple golpe de vista. Son gestos, miradas, temas de una época ya pasada, que no se volverán a repetir.

No sólo se han llevado los árboles, también se han perdido los pájaros que anidaban entre sus ramas, que se cobijaban en sus acogedores rincones, caliente, secos, donde protegían a sus crías, donde eran invulnerables a agua, viento y fuego, igual que lo era yo al sentarme a leer en el sillón de la ventana, a la sombra que la espesa hojareda que me cuidaba y me resguardaba, que me hacía sentir protegido, fuerte, valiente, aunque sólo tuviera once años y todavía necesitase cada noche el beso de mi madre para poder conciliar un poco de sueño.

Aun están los tocones clavados al suelo, supongo que mañana vendrán a quitarlos. No dejarán ni la tierra en la que se entremezclaban sus raíces, arrasarán con todo. ¿Alguna señal como recuerdo? No, absolutamente nada, son así de despiadados, seguro que si pudieran harían desaparecer hasta las imágenes que de ellos guardo en mi cabeza, menos mal que aun no han sido inventadas las gomas de borrar mentales.

Ahora, cuando unas viejas cortinillas de punto blanco me lo permiten, puedo ver a mi vecina de enfrente; no sé cómo se llama, ni de qué trabaja, es joven, esbelta y muy guapa, aunque aun así sabe a poco, la belleza humana comparada con la natural siempre pierde, es una partida jugada en desventaja, la parte contra el todo.

Supongo que con el tiempo yo también les quitaré protagonismo, dejarán de ser importantes, su ausencia ya no será tan profunda y abandonará el centro de mi pensamiento, espacio que por un tiempo, tengan eso por seguro, ocuparán en exclusiva. Con los días se trasladarán a un lugar más apartado, menos visitado, pero aun así, sea cual sea el cajón de mi memoria en el que decidan instalarse, estoy seguro de que ahí recibirán toda clase de mimos y cuidados y de que ese cajón, al igual que en el que guardo la fotografía de mi abuela fallecida el año pasado, permanecerá a buen recaudo para siempre, o por lo menos, hasta que alguien me guarde a mí en otro.

sábado, 15 de mayo de 2010

Sin Título

Me puse la chaqueta, me atusé el pelo con la mano y abrí la puerta de mi casa para salir a la calle. Había quedado con Silvia en la puerta de los cuatro perros a las ocho y media, por lo que debía apresurarme si quería llegar puntual. En el ascensor dudé entre ir en metro o a pie, pues el transporte público, aunque era incómodo y sucio, me aseguraba mi presencia en la cafetería a la hora estipulada, en cambio, si me daba un paseo, aunque disfrutaría mucho más de mi viaje, llegaría tarde con total seguridad. Rápidamente, discerní que era mucho mejor marcharme caminando, pues así podría contemplar el triste y a la vez hermoso paisaje urbano, el mismo que tanto odié cuando llegué a la ciudad y que ahora, un par de años después, se había convertido en uno de los lugares por los que más me gustaba deambular en mis caminatas nocturnas. Sin saber cómo ni por qué, esta ciudad ya era tan familiar para mí como la playa de Tenac en la que me crié hasta que cumplí los 11 años. Durante el estimulante trayecto, intenté pensar en alguna excusa para justificar mi tardanza y lo que era peor aun, por qué motivo yo no llevaba nada de dinero encima. Se me ocurrieron varias ideas, todas ellas poco convincentes, por lo que opté por utilizar la estratagema que me salvó el día anterior cuando me reuní con Marta; diría que unos jóvenes vándalos me siguieron mientras caminaba y que en una esquina desierta, por la que no circulaban transeúntes ni vehículos, me amenazaron con una navaja, obligándome a darles todas mis humildes pertenencias. La verdad, es que está historia tan común como inverosímil, siempre me daba buenos resultados, aunque realmente yo creo que nadie la tomó en serio ni una sola de las veces de las que la relaté.
Llegué a la puerta de los cuatro perros, eran casi las...

miércoles, 5 de mayo de 2010

Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reivindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco.

Capítulo 23 Rayuela, Julio Cortázar