sábado, 15 de mayo de 2010

Sin Título

Me puse la chaqueta, me atusé el pelo con la mano y abrí la puerta de mi casa para salir a la calle. Había quedado con Silvia en la puerta de los cuatro perros a las ocho y media, por lo que debía apresurarme si quería llegar puntual. En el ascensor dudé entre ir en metro o a pie, pues el transporte público, aunque era incómodo y sucio, me aseguraba mi presencia en la cafetería a la hora estipulada, en cambio, si me daba un paseo, aunque disfrutaría mucho más de mi viaje, llegaría tarde con total seguridad. Rápidamente, discerní que era mucho mejor marcharme caminando, pues así podría contemplar el triste y a la vez hermoso paisaje urbano, el mismo que tanto odié cuando llegué a la ciudad y que ahora, un par de años después, se había convertido en uno de los lugares por los que más me gustaba deambular en mis caminatas nocturnas. Sin saber cómo ni por qué, esta ciudad ya era tan familiar para mí como la playa de Tenac en la que me crié hasta que cumplí los 11 años. Durante el estimulante trayecto, intenté pensar en alguna excusa para justificar mi tardanza y lo que era peor aun, por qué motivo yo no llevaba nada de dinero encima. Se me ocurrieron varias ideas, todas ellas poco convincentes, por lo que opté por utilizar la estratagema que me salvó el día anterior cuando me reuní con Marta; diría que unos jóvenes vándalos me siguieron mientras caminaba y que en una esquina desierta, por la que no circulaban transeúntes ni vehículos, me amenazaron con una navaja, obligándome a darles todas mis humildes pertenencias. La verdad, es que está historia tan común como inverosímil, siempre me daba buenos resultados, aunque realmente yo creo que nadie la tomó en serio ni una sola de las veces de las que la relaté.
Llegué a la puerta de los cuatro perros, eran casi las...

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