sábado, 13 de noviembre de 2010

Un grito desde la desesperación


Los libros son como las personas, o mejor dicho, sus personajes son como las personas, o todavía mejor dicho, los personajes son como los amigos, son los amigos. Coinciden con nosotros en una determinada época de su vida, la que abarca desde que abrimos el libro y leemos su primera página, desde que aparece ese nombre, esa descripción, desde que nos presentan el uno al otro y finaliza con la última palabra de la última línea de la última página, cuando el personaje muere, cuando se aparta de nuestra compañía, cuando nuestro caminos se bifurcan y mientras él se mantiene en la eterna senda de la intemporalidad, bailando en el limbo a la espera de que otros se acerquen para conocerle, nosotros nos vemos obligados a dar otro salto a ciegas, a seguir buscando nuevos amigos, nuevos libros, nuevas aventuras. Si bien es cierto, que aunque la relación deje de ser tan fluida y que incluso llegue a congelarse y parezca que no existe, siempre queda un poso de alguna sustancia semiótica mágica que, como si fuera el mejor pegamento del mundo, no permite la separación definitiva, nos mantiene eternamente unidos. Sabemos que la luz de Hans Castorp nos iluminará permanentemente el espíritu, que podremos recurrir a él cuando nos entre en gana, tan solo con acercarnos a la polvorienta estantería y releer algún pasaje, alguna frase, una de las que subrayamos emocionados mientras nos extasiábamos en la más completa felicidad intelectual, para retomar la vieja amistad como si nunca hubiera existido el tiempo que unía el final del libro con el actual, de igual manera que sucede con los amigos. Dará igual que encontremos nuevas amistades, que descubramos otros jugadores a Dios que con sus ficticios universos nos deslumbren y nos parezcan ejemplos de perfección, de homogeneidad y de coherencia; la cicatriz que nos regala cada libro, cada personaje, cada amigo, siempre permanecerá visible, siempre estará accesible, no se borrará nunca. ¡Nunca!

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Andrés Neuman

Un fragmento de "La mujer Tigre, el que espera" escrito por este simpático muchacho.



" No hay nada más espléndido que las manchas color albaricoque de su cuello, que se estira y se pliega cuando atisba los flancos. Hace tiempo que la estudio y, de momento, lo único que he conseguido averiguar es que duerme por la tarde, se pierde por las noches y se asoma de este lado sólo al mediodía, cuando el sol le acentúa las franjas del lomo y enciende sus pupilas piedra pómez. Desde el día en que la encontré, distraída, clavándose un colmillo en el labio con delicadeza, no he dejado de imaginar la cacería. ¿Quién cazaría a quién? Desde luego su boca promete el vértigo, la sangre, el rito de la muerte ágil. Mi arma es esta pluma: suficiente al menos, para sucumbir con dignidad. Ese temblor del costado, de las rayas de su vientre al respirar, me salpica la vista, me obsesiona. Su dulce rugir de pequeña catarata me persigue cuando sueño. Al despertar, en cambio, sueño con perseguirlo. Ella tiene demasiado olfato como para dejarse sorprender en una página. Haría falta una novela, quizá varias, para poder albergar la esperanza de que bajase la guardia por un instante, en mitad de algún párrafo. Pero para hacer eso necesitaría estudiarla durante años. Al fin y al cabo, todo consiste en engañar al tigre. El hambre, algunas veces, la obliga a acercarse con encantador disimulo y relamerse. Si todavía no me ha atacado es porque, de momento, le agrada esto que escribo, o al menos le hace gracia a su coquetería. Por mi parte, estoy dispuesto al sacrificio: la supervivencia es tan mediocre... Sé bien que le importo poco, que para ella soy, básicamente, un curioso trozo de carne. Aunque también sé que, si transcurre un par de días sin que nos veamos, ella busca cualquier pretexto par regresar y rondar mi cuento. Incluso a veces me hace el honor y decide afilarse las uñas delante de mis ojos, frotándolas contra un árbol con una lentitud exquisita. Otras veces he notado cómo se demoraba al marcharse, mientras dibujaba hipnóticas ondas con su cola manchada. Y aún más. Estoy seguro de que en su guarida de fiera inconmovible, en las noches de luna clara, se siente sola. Y de que a veces, también, hace un esfuerzo y me recuerda. "