Los libros son como las personas, o mejor dicho, sus personajes son como las personas, o todavía mejor dicho, los personajes son como los amigos, son los amigos. Coinciden con nosotros en una determinada época de su vida, la que abarca desde que abrimos el libro y leemos su primera página, desde que aparece ese nombre, esa descripción, desde que nos presentan el uno al otro y finaliza con la última palabra de la última línea de la última página, cuando el personaje muere, cuando se aparta de nuestra compañía, cuando nuestro caminos se bifurcan y mientras él se mantiene en la eterna senda de la intemporalidad, bailando en el limbo a la espera de que otros se acerquen para conocerle, nosotros nos vemos obligados a dar otro salto a ciegas, a seguir buscando nuevos amigos, nuevos libros, nuevas aventuras. Si bien es cierto, que aunque la relación deje de ser tan fluida y que incluso llegue a congelarse y parezca que no existe, siempre queda un poso de alguna sustancia semiótica mágica que, como si fuera el mejor pegamento del mundo, no permite la separación definitiva, nos mantiene eternamente unidos. Sabemos que la luz de Hans Castorp nos iluminará permanentemente el espíritu, que podremos recurrir a él cuando nos entre en gana, tan solo con acercarnos a la polvorienta estantería y releer algún pasaje, alguna frase, una de las que subrayamos emocionados mientras nos extasiábamos en la más completa felicidad intelectual, para retomar la vieja amistad como si nunca hubiera existido el tiempo que unía el final del libro con el actual, de igual manera que sucede con los amigos. Dará igual que encontremos nuevas amistades, que descubramos otros jugadores a Dios que con sus ficticios universos nos deslumbren y nos parezcan ejemplos de perfección, de homogeneidad y de coherencia; la cicatriz que nos regala cada libro, cada personaje, cada amigo, siempre permanecerá visible, siempre estará accesible, no se borrará nunca. ¡Nunca!
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