Salí de la estación para dirigirme al centro de idiomas, cuando al pasar cerca de un joven ataviado con una chaqueta amarilla con propaganda de International Amnisty (Amnistía Internacional) pude escuchar una conversación entre dicho chico y un hombre adulto de unos cincuenta años de edad, vestido con una chaqueta elegante, corbata y mocasines.
- ¡Caballero! ¿Tiene un momento?
- No. Llego tarde a trabajar.
- ¿No le interesan los derechos humanos?
- No, me dan igual.(Breve silencio). Ya se ocupará otro de eso.
- Pero señor, la gente se muere injustamente...
- ¡Qué le he dicho que me da igual que se mueran todos, no me importa, yo he de ir a trabajar!
El joven de la chaqueta amarilla, a pesar de lo acostumbrado que estaba a escuchar vanas excusas, no pudo ocultar el desasosiego ocasionado por la fría respuesta de su interlocutor. Su gesto mostraba la desidia y la impotencia que le estaban recorriendo por el interior. ¿Sería mejor abandonar y dedicarse a otra cosa? ¿Debería olvidar todas las injusticias del mundo e intentar vivir como si éstas no tuvieran lugar? Estas eran preguntas, que cada vez atravesaban con mayor frecuencia la mente del joven. ¿Por qué le pasaba esto? Sabía que no iba a ser fácil cambiar el mundo, pero siempre se había prometido a sí mismo que iba a ser fuerte, que iba a luchar contra todos, que nada ni nadie iba a poder hacerle cambiar de opinión,... Pero cada vez, costaba más esfuerzo realizar las mismas acciones de siempre y aunque cada mañana antes de salir a la calle, se encerraba en sí mismo para impedir que las desesperanzadoras palabras de las personas entrevistadas no le influyeran en su ánimo, él mismo empezaba a creer que no aguantaría mucho más tiempo corriendo tras el viento. Necesitaba ver recompensada su labor para no acabar dejándola de lado. Desconocía la razón que le inspiraba este sentimiento de abandono y tristeza, a pesar de que mucha gente ya le había advertido que algún día llegarían, especialmente las dos personas que más le querían en este mundo: sus padres. Como el resto de jóvenes no se había creído un ápice de todos los sermones con los que sus progenitores habían intentado endurecerle el corazón. Siempre creyó que todas las advertencias recibidas caerían en el olvido y que nunca le serían útiles. Pero repentinamente, todo lo que había escuchado en otro tiempo, se estaba cumpliendo ahora a rajatabla. La pasión que anteriormente había gobernado su comportamiento se desvanecía por momentos, la fuerza de su espíritu menguaba irremediablemente, y aunque lo hacía de forma lenta, no dejaba un solo instante de tregua. Cada vez tenía menos ganas de enfrentarse al mundo, incluso le atemorizaba a veces tener que entablar conversación con los débiles individuos que podía encontrar en Friedrichstrasse, calle en la que solía desempeñar su labor. Queria seguir convenciendo a las personas de que el cambio era posible, seguir siendo una roca a la que es imposible mover, seguir, seguir,... pero en su interior empezaba a estar harto de ir en contra de la corriente. Le tentaba demasiado dejarse llevar, aunque precisamente eso era lo que él siempre había criticado. La posibilidad de convertirse exactamente en lo que repudiaba, le hacía sentirse desolado, triste,... Le amargaba pensar que estaba dejando atrás su juventud.
sábado, 5 de diciembre de 2009
sábado, 7 de noviembre de 2009
Capítulo I
Nos deslizamos por la senda hasta llegar al valle de las calabazas. Íbamos Veronik y yo, los dos cogidos de la mano, llenos de amor y ternura. Nos tumbamos sobre la hierba que cubría el suelo, tan verde y fresca como nunca lo había sido para mí antes. Me incorporé levemente para, enseguida, dejarme caer sobre su tierno cuerpo. Nos miramos fijamente a los ojos, yo procuraba no pestañear para, de esta manera, no perderme ni un instante la imagen más perfecta que había tenido la oportunidad de visualizar desde que la conocí: su rosada y suave piel. Le acaricié la mejilla cuidadosamente, utilizando tan solo la yema de dos dedos, intentando perturbarla lo más mínimo.
- Quiero que te quedes siempre conmigo-. Le dije con voz baja, procurando evitar que el viento no robara aquellas palabras que sólo nos debían pertenecer a nosotros dos.
- No puede ser Alexandre. Sabes de sobra que mañana he de volver a casa y vamos a estar mucho tiempo sin poder vernos. No lo compliques más, por favor-. Días después de su marcha, cuando me percaté de la amarga verdad que se escondía tras sus palabras, desee no haberlas escuchado jamás, aunque he de reconocer que en ese momento, sin saber exactamente por qué, no consiguió restarle nada de magia a la escena. Apoyé mi cabeza contra su hombro, intentando dormir un poco, pensando que al perder la conciencia, conseguiría eternizar esos preciosos segundos y aun sabiendo de lo inútil de mi esfuerzo, me entregué con todas mis fuerzas a mi fin, cegado por el amor que sentía hacia Veronik.
La brisa veraniega del atardecer levantó un pequeño remolino de hojas, las primeras que habían caído ese año; se alzaron del suelo dibujando trazos majestuosos dignos de las mejores estatuas romanas. Pasó el ligero viento y las hojas retornaron al suelo, cayendo suavemente, como si de copos de nieve se tratara. Me quedé embobado durante unos segundos, mientras contemplaba el movimiento de las hojas, pensando en todas las cosas que quería decirle: que la amaría siempre, que seriamos felices los dos juntos,… Eran tantas, que mi mente no alcanzaba a ordenarlas satisfactoriamente, aunque no era necesario, pues sabía que no debía mencionarlas, dado que la respuesta que en condiciones normales sería esperable de Veronik, podría convertirse en una avalancha de cuchilladas directas a mi alma, ya tan malherida por culpa de aquel amor.
El sol se escondió definitivamente tras las montañas y la penumbra empezaba a reinar en el ambiente, cada vez más sombrío. Ya se videaban las primeras estrellas que iban a decorar el negro vestido de noche con el que cada noche el cielo se viste para dormir.
- Es tarde, deberíamos irnos-. Me susurró Veronik al oído.
- Sí, vayámonos-. Contesté presto. Le besé inocentemente en la frente y me levanté de un salto. Ella hizo lo propio y empezamos a caminar. A los quince minutos ya nos encontrábamos delante de la puerta de su casa.
- ¿Quieres pasar?-
- Prefiero terminar cuanto antes-. Murmuré con la voz entrecortada. -Lo siento, no aguanto más este dolor-. Por más que luché y puse todo mi empeño, no conseguí evitar que se me derramara una lágrima.
- Como prefieras Alexandre. Sabes que siempre te llevaré aquí-. Se señalo el pecho con el dedo índice.
- Adiós, Veronik-.
La miré, me giré bruscamente y sin esperar a que cerrara la puerta empecé a dar lentos pasos, que poco a poco aceleraron su ritmo, convirtiéndose finalmente en una carrera.
Cuando llegué a casa, subí las escaleras y me tumbé en la cama desconsolado. Durante tres días tan solo abandoné mi escondrijo para ir al baño y beber agua.
- Quiero que te quedes siempre conmigo-. Le dije con voz baja, procurando evitar que el viento no robara aquellas palabras que sólo nos debían pertenecer a nosotros dos.
- No puede ser Alexandre. Sabes de sobra que mañana he de volver a casa y vamos a estar mucho tiempo sin poder vernos. No lo compliques más, por favor-. Días después de su marcha, cuando me percaté de la amarga verdad que se escondía tras sus palabras, desee no haberlas escuchado jamás, aunque he de reconocer que en ese momento, sin saber exactamente por qué, no consiguió restarle nada de magia a la escena. Apoyé mi cabeza contra su hombro, intentando dormir un poco, pensando que al perder la conciencia, conseguiría eternizar esos preciosos segundos y aun sabiendo de lo inútil de mi esfuerzo, me entregué con todas mis fuerzas a mi fin, cegado por el amor que sentía hacia Veronik.
La brisa veraniega del atardecer levantó un pequeño remolino de hojas, las primeras que habían caído ese año; se alzaron del suelo dibujando trazos majestuosos dignos de las mejores estatuas romanas. Pasó el ligero viento y las hojas retornaron al suelo, cayendo suavemente, como si de copos de nieve se tratara. Me quedé embobado durante unos segundos, mientras contemplaba el movimiento de las hojas, pensando en todas las cosas que quería decirle: que la amaría siempre, que seriamos felices los dos juntos,… Eran tantas, que mi mente no alcanzaba a ordenarlas satisfactoriamente, aunque no era necesario, pues sabía que no debía mencionarlas, dado que la respuesta que en condiciones normales sería esperable de Veronik, podría convertirse en una avalancha de cuchilladas directas a mi alma, ya tan malherida por culpa de aquel amor.
El sol se escondió definitivamente tras las montañas y la penumbra empezaba a reinar en el ambiente, cada vez más sombrío. Ya se videaban las primeras estrellas que iban a decorar el negro vestido de noche con el que cada noche el cielo se viste para dormir.
- Es tarde, deberíamos irnos-. Me susurró Veronik al oído.
- Sí, vayámonos-. Contesté presto. Le besé inocentemente en la frente y me levanté de un salto. Ella hizo lo propio y empezamos a caminar. A los quince minutos ya nos encontrábamos delante de la puerta de su casa.
- ¿Quieres pasar?-
- Prefiero terminar cuanto antes-. Murmuré con la voz entrecortada. -Lo siento, no aguanto más este dolor-. Por más que luché y puse todo mi empeño, no conseguí evitar que se me derramara una lágrima.
- Como prefieras Alexandre. Sabes que siempre te llevaré aquí-. Se señalo el pecho con el dedo índice.
- Adiós, Veronik-.
La miré, me giré bruscamente y sin esperar a que cerrara la puerta empecé a dar lentos pasos, que poco a poco aceleraron su ritmo, convirtiéndose finalmente en una carrera.
Cuando llegué a casa, subí las escaleras y me tumbé en la cama desconsolado. Durante tres días tan solo abandoné mi escondrijo para ir al baño y beber agua.
lunes, 22 de junio de 2009
Unas líneas acerca de Sorolla
Desde hace algún tiempo, se ha puesto de moda atribuirle a Joaquín Sorolla una imagen que no se corresponde en absoluto con la realidad. Con total impunidad, su obra es asociada constantemente al impresionismo, corriente pictórica surgida a finales del siglo XIX en París, de la que él nunca formó parte. Por si no fuera suficiente, no ha quedado aquí la barbarie, sino que se ha llegado todavía más lejos. No contentos con las falsas atribuciones, se le ha catalogado con el siempre discutible título de “el mejor impresionista español” descripción que evidentemente no puede estar más alejada de la realidad. El por qué de este error es un tema bastante crítico, en el que ha influido un exacerbado patriotismo simplón, que ha querido autoensalzar el producto nacional a la altura de la élite europea, cuando evidentemente no ha lugar a ello, con lo que se ha obtenido un efecto totalmente contrario al deseado: la obra de Sorolla, aunque haya aumentado su valor artístico para el gentío popular, no ha conseguido hacerlo en los círculos de los sectores más académicos, los cuales ante la cantidad de mentiras vertidas diariamente acerca del pintor valenciano, no se han quedado cruzados de brazos y se han visto obligados a luchar para devolver a Sorolla al lugar que le pertenece. Quizás pueda parecer que el objetivo buscado ha sido desprestigiar la obra de Sorolla, lo cual no se ajusta a la realidad de ninguna manera, pues la meta no es restarle méritos arbitrariamente al pintor, sino como diría algún beato darle al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios, es decir, asignar a su obra las virtudes y los defectos reales que la caracterizan y no buscar de todas las maneras posibles puntos en común con un movimiento artístico famoso, como se ha hecho hasta ahora, para, aprovechándose descaradamente de su tirón popular, aumentar el valor de la obra Sorollaniana de forma fraudulenta. Por mucho que algunos “expertos” se empeñen, ser coetáneo de Monet, Degas y Renoir y pintar escenas al aire libre no es suficiente para ser impresionista.
Uno de los principales errores que se cometen es confundir el trato que hace Sorolla de la luz natural en sus cuadros, especialmente en las escenas playeras, con el que le daban los impresionistas de la bohemia de París. Mientras que Sorolla resaltaba los contornos y los volúmenes de los cuerpos y los objetos que representaba en el lienzo mediante pinceladas blancas que imitaban el reflejo de la luz del sol, los impresionistas con el uso que hacían de la luz y el espacio (este último concepto lo dejaremos aparte), buscaban un nuevo camino en el que embaucar el arte. Intentaban congelar imágenes reales en sus lienzos, imágenes cuya coloración cambiaba cada segundo. El impresionismo marcó el punto de partida a partir del cual el color adquirió más importancia que el dibujo y la composición; el color estaba claramente influido por la intensidad de la luz y es por esta razón por la que se le otorgó tanta importancia. Toda aquella representación digna de ser llamada impresionista, está exageradamente influenciada por la luz, que es la principal protagonista de la obra. Por esta razón, las obras impresionistas a veces parecen difuminadas o saturadas de luz, ya que no siempre su intensidad es la óptima para que la imagen sea clara. Si ésta no es la adecuada, lo que suele ocurrir en la mayoría de las ocasiones, el cuadro no se modifica para que podamos ver la imagen más nítida, sino que se nos muestra tal cual es. El efecto es parecido al que se obtiene al realizar una fotografía con el obturador abierto un lapso de tiempo inadecuado, si el tiempo es excesivo, la fotografía se satura de luz, cuesta identificar las formas y los colores adquieren tonos blancos, si por el contrario no permitimos que entre una cantidad de luz suficiente, la imagen obtenida es difusa, como si hubiera una ligera niebla que la envolviera. Como se puede observar hay una clara diferencia entre el uso de la luz que se hace en la obra de Sorolla, con la de los impresionistas.
El hecho de que un pintor tenga en cuenta la luz no es motivo justificable para que se le trate como impresionista, porque desde el comienzo del arte occidental (a partir de Giotto) ha habido numerosos pintores como Rembrandt, Caravaggio,… que han dominado perfectamente el uso de luz y a nadie con un poco de sentido común y unos mínimos conocimientos sobre arte se le ocurriría decir que son impresionistas.
Otra característica que señala una clara diferencia es el tipo de pincelada empleado. Los impresionistas utilizaban pinceladas rápidas y pequeñas mientras que en Sorolla, la aplicación de la pintura era mediante pinceladas largas, incluso empastes, técnicas no apropiadas para darle importancia a la luz. Al observar cualquier cuadro de Sorolla de cerca, podemos distinguir perfectamente las formas de los dibujos, siendo esto imposible en cualquier cuadro impresionista, en los que la forma se ha sacrificado a favor del color. Si nos acercamos demasiado a los nenúfares de Monet,
sólo veremos manchas y pequeños borrones; necesitaremos alejarnos a una distancia prudente para poder distinguir las formas de los objetos que componen la imagen. Como es fácil notar, el tipo de pincelada favoreció la sustitución de la composición tradicional por el color, como motivo principal del arte pictórico, por lo que no resulta descabellado afirmar que esta pequeña diferencia en la forma de aplicar la pintura sobre el lienzo portaba de forma intrínseca una connotación filosófica importante, en la que se apoyaba todo el impresionismo y que además sirvió como referencia para posteriores generaciones de artistas.
Otro aspecto que claramente distingue la obra Sorollaniana de la impresionista es el tamaño de los cuadros. En la obra impresionista, se trata de captar el efecto, la impresión (de ahí el nombre del movimiento)

de la luz sobre la imagen que se está viendo, por ejemplo, en las distintas versiones de la catedral que realizó Monet.

Como se observa en estos cuadros, el efecto de la luz modifica los colores y los tonos de la imagen, siendo variables durante el transcurso del día, por lo que es imposible que la realización de una obra impresionista tuviera un tamaño excesivo, ya que si las dimensiones del lienzo no eran reducidas, era imposible que fuera posible realizarlo entero en una sola sesión de poco tiempo, condición sine quanon, para que la luz no variara en exceso. Si el lapso de tiempo en el que se ejecuta la obra es demasiado largo, la luz no afectaría los objetos representados de la misma manera al comienzo de la ejecución de la obra que al finalizarla, debido a la rapidez con la que los matices lumínicos cambian, por lo que es totalmente imposible que un cuadro de dimensiones medianas o grandes se ajuste a la visión y al modelo impresionista. Si miramos los cuadros de Sorolla, observaremos que ninguno es de dimensiones reducidas; su tamaño, sin ser exageradamente grande, (exceptuando los murales para la Hispanic Society que miden más de diez metros cuadrados), no es lo suficientemente pequeño para poder ser ejecutados en una sola sesión, por lo que la esencia básica de la obra impresionista es imposible encontrarla en la obra del artista valenciano.
Otra característica que pudiera dar lugar a confusiones son las escenas al aire libre pintadas por Sorolla, por ejemplo las de la playa de la Malvarrosa, que hay quien se atreve a clasificarlas como impresionistas argumentando que se inspiró en sus compañeros franceses, que fueron pioneros en salir al exterior de sus talleres para pintar. Si bien es cierto que los impresionistas ejercieron influencia sobre Sorolla en este punto, este hecho no es suficiente para encuadrar al pintor valenciano dentro del grupo francés, porque, igual que anteriormente comenté, no todos los pintores que reivindican la importancia de la luz en sus obras son impresionistas, de la misma manera que no todos los que pintan fuera de sus talleres, al aire libre, pertenecen al movimiento parisino, véase a los paisajistas románticos de principios del XVIII, como Millet, de los que nadie se atrevería a decir que pertenecieron la corriente francesa.
Los expertos en la obra de Sorolla, probablemente estén pensando que he olvidado nombrar una parte de la obra de Sorolla, la realizada al principio de su vida pictórica, en las que realizó una serie de cuadros, unos dos mil aproximadamente, que sí se ajustaban, por lo menos en el aspecto técnico al concepto básico del arte impresionista, es decir, cumplían todos las características explicadas en párrafos anteriores. Pero estos cuadros, pequeños, llenos de luz y de color, como el mismo Sorolla manifestó eran simplemente unos bocetos, unas notas de color para ejercitarse él mismo, para soltar la mano, por lo que opino, y creo que con razón, que no son representativos de su obra madura y que por lo tanto no deben tenerse en cuenta para evaluar su obra.
Para finalizar, quiero remarcar que este intento de ensayo en el que se critica el aprovechamiento que algunos han intentado hacer de la “marca” impresionismo para ensalzar a Sorolla, no es un intento de devaluar la obra del pintor valenciano, sino de encajarla en el lugar que le corresponde, un lugar desde el que poder analizarla, juzgarla y por supuesto disfrutarla, pero que evidentemente no es el impresionismo parisino de finales del XIX.
Uno de los principales errores que se cometen es confundir el trato que hace Sorolla de la luz natural en sus cuadros, especialmente en las escenas playeras, con el que le daban los impresionistas de la bohemia de París. Mientras que Sorolla resaltaba los contornos y los volúmenes de los cuerpos y los objetos que representaba en el lienzo mediante pinceladas blancas que imitaban el reflejo de la luz del sol, los impresionistas con el uso que hacían de la luz y el espacio (este último concepto lo dejaremos aparte), buscaban un nuevo camino en el que embaucar el arte. Intentaban congelar imágenes reales en sus lienzos, imágenes cuya coloración cambiaba cada segundo. El impresionismo marcó el punto de partida a partir del cual el color adquirió más importancia que el dibujo y la composición; el color estaba claramente influido por la intensidad de la luz y es por esta razón por la que se le otorgó tanta importancia. Toda aquella representación digna de ser llamada impresionista, está exageradamente influenciada por la luz, que es la principal protagonista de la obra. Por esta razón, las obras impresionistas a veces parecen difuminadas o saturadas de luz, ya que no siempre su intensidad es la óptima para que la imagen sea clara. Si ésta no es la adecuada, lo que suele ocurrir en la mayoría de las ocasiones, el cuadro no se modifica para que podamos ver la imagen más nítida, sino que se nos muestra tal cual es. El efecto es parecido al que se obtiene al realizar una fotografía con el obturador abierto un lapso de tiempo inadecuado, si el tiempo es excesivo, la fotografía se satura de luz, cuesta identificar las formas y los colores adquieren tonos blancos, si por el contrario no permitimos que entre una cantidad de luz suficiente, la imagen obtenida es difusa, como si hubiera una ligera niebla que la envolviera. Como se puede observar hay una clara diferencia entre el uso de la luz que se hace en la obra de Sorolla, con la de los impresionistas.
El hecho de que un pintor tenga en cuenta la luz no es motivo justificable para que se le trate como impresionista, porque desde el comienzo del arte occidental (a partir de Giotto) ha habido numerosos pintores como Rembrandt, Caravaggio,… que han dominado perfectamente el uso de luz y a nadie con un poco de sentido común y unos mínimos conocimientos sobre arte se le ocurriría decir que son impresionistas.
Otra característica que señala una clara diferencia es el tipo de pincelada empleado. Los impresionistas utilizaban pinceladas rápidas y pequeñas mientras que en Sorolla, la aplicación de la pintura era mediante pinceladas largas, incluso empastes, técnicas no apropiadas para darle importancia a la luz. Al observar cualquier cuadro de Sorolla de cerca, podemos distinguir perfectamente las formas de los dibujos, siendo esto imposible en cualquier cuadro impresionista, en los que la forma se ha sacrificado a favor del color. Si nos acercamos demasiado a los nenúfares de Monet,

sólo veremos manchas y pequeños borrones; necesitaremos alejarnos a una distancia prudente para poder distinguir las formas de los objetos que componen la imagen. Como es fácil notar, el tipo de pincelada favoreció la sustitución de la composición tradicional por el color, como motivo principal del arte pictórico, por lo que no resulta descabellado afirmar que esta pequeña diferencia en la forma de aplicar la pintura sobre el lienzo portaba de forma intrínseca una connotación filosófica importante, en la que se apoyaba todo el impresionismo y que además sirvió como referencia para posteriores generaciones de artistas.
Otro aspecto que claramente distingue la obra Sorollaniana de la impresionista es el tamaño de los cuadros. En la obra impresionista, se trata de captar el efecto, la impresión (de ahí el nombre del movimiento)

de la luz sobre la imagen que se está viendo, por ejemplo, en las distintas versiones de la catedral que realizó Monet.

Como se observa en estos cuadros, el efecto de la luz modifica los colores y los tonos de la imagen, siendo variables durante el transcurso del día, por lo que es imposible que la realización de una obra impresionista tuviera un tamaño excesivo, ya que si las dimensiones del lienzo no eran reducidas, era imposible que fuera posible realizarlo entero en una sola sesión de poco tiempo, condición sine quanon, para que la luz no variara en exceso. Si el lapso de tiempo en el que se ejecuta la obra es demasiado largo, la luz no afectaría los objetos representados de la misma manera al comienzo de la ejecución de la obra que al finalizarla, debido a la rapidez con la que los matices lumínicos cambian, por lo que es totalmente imposible que un cuadro de dimensiones medianas o grandes se ajuste a la visión y al modelo impresionista. Si miramos los cuadros de Sorolla, observaremos que ninguno es de dimensiones reducidas; su tamaño, sin ser exageradamente grande, (exceptuando los murales para la Hispanic Society que miden más de diez metros cuadrados), no es lo suficientemente pequeño para poder ser ejecutados en una sola sesión, por lo que la esencia básica de la obra impresionista es imposible encontrarla en la obra del artista valenciano.
Otra característica que pudiera dar lugar a confusiones son las escenas al aire libre pintadas por Sorolla, por ejemplo las de la playa de la Malvarrosa, que hay quien se atreve a clasificarlas como impresionistas argumentando que se inspiró en sus compañeros franceses, que fueron pioneros en salir al exterior de sus talleres para pintar. Si bien es cierto que los impresionistas ejercieron influencia sobre Sorolla en este punto, este hecho no es suficiente para encuadrar al pintor valenciano dentro del grupo francés, porque, igual que anteriormente comenté, no todos los pintores que reivindican la importancia de la luz en sus obras son impresionistas, de la misma manera que no todos los que pintan fuera de sus talleres, al aire libre, pertenecen al movimiento parisino, véase a los paisajistas románticos de principios del XVIII, como Millet, de los que nadie se atrevería a decir que pertenecieron la corriente francesa.
Los expertos en la obra de Sorolla, probablemente estén pensando que he olvidado nombrar una parte de la obra de Sorolla, la realizada al principio de su vida pictórica, en las que realizó una serie de cuadros, unos dos mil aproximadamente, que sí se ajustaban, por lo menos en el aspecto técnico al concepto básico del arte impresionista, es decir, cumplían todos las características explicadas en párrafos anteriores. Pero estos cuadros, pequeños, llenos de luz y de color, como el mismo Sorolla manifestó eran simplemente unos bocetos, unas notas de color para ejercitarse él mismo, para soltar la mano, por lo que opino, y creo que con razón, que no son representativos de su obra madura y que por lo tanto no deben tenerse en cuenta para evaluar su obra.
Para finalizar, quiero remarcar que este intento de ensayo en el que se critica el aprovechamiento que algunos han intentado hacer de la “marca” impresionismo para ensalzar a Sorolla, no es un intento de devaluar la obra del pintor valenciano, sino de encajarla en el lugar que le corresponde, un lugar desde el que poder analizarla, juzgarla y por supuesto disfrutarla, pero que evidentemente no es el impresionismo parisino de finales del XIX.
domingo, 4 de enero de 2009
LA CALLE VINALOPÓ
En esta fotografía, tomada el lunes 29 de diciembre de 2008, se nos muestra la calle Vinalopó, una calle situada en Valencia, mi ciudad. Como podemos observar se trata se trata del típico paisaje urbano de noche, con coches aparcados, farolas encendidas, persianas cerradas, árboles que se alzan a los lados de las aceras, personas deambulando sin rumbo fijo,…
En el aspecto técnico, o como diría R.Barthes en el studium, podemos observar claramente una serie de líneas que poseen todas ellas un punto común, que está aproximadamente en el centro de la fotografía, y donde se hallan 3 personas. Los inicios de estas líneas se encuentran todos fuera del encuadre por lo que al observar la instantánea, nos da la sensación de que nosotros, los observadores, somos personas que estamos en la calle, en un punto intermedio de la misma. Esta idea viene también reforzada por la altura a la que situó el fotógrafo su cámara cuando realizó la foto, está colocada muy intencionadamente a la altura de los ojos de cualquier persona que pudiera ir caminando por dicha calle, lo que provoca que cualquier observador, al verla, puede sentirse parte integrante del conjunto. Volviendo a las líneas, como hemos comentado, parten desde diferentes puntos del exterior para encontrarse en pleno centro. Esta característica le otorga muchísima profundidad a la imagen, ya que no solo vemos la dirección de las líneas, sino que podemos contemplar el sentido en el que estas líneas dirigen nuestra mirada: del exterior al interior. Si las líneas hubiesen comenzado dentro del encuadre, también conseguiríamos profundidad, ya que la dirección es la misma, pero de una manera distinta, ya que el sentido de las líneas no estaría tan claro como en el caso real y nuestra vista podría tomar como sentido natural el contrario: del interior al exterior, es decir la sensación de profundidad no sería tan exagerada como se ha conseguido en La calle Vinalopó. Esto es debido a que si el sentido fuese de dentro a fuera, nuestra vista se vería frenada al seguir las líneas. Otro motivo por el que considero acertado que las líneas comiencen en el exterior, aparte de la acrecentación de profundidad, y de la sensación de que el observador sea la de que se encuentra en el interior de la fotografía, es que es muy fácil imaginar lo que se encuentra en la parte oculta de la misma; lo que no vemos. Debido a que las líneas poseen un carácter muy regular, podemos pensar que, como realmente sucede, esas líneas se alargan indefinidamente. Gracias a esto, la fotografía actúa como metonimia, ya que nos muestra la parte de un todo: viendo un fragmento de la calle, podemos imaginarnos como será el resto de la misma, incluso nos podemos hacer una idea bastante aproximada de cómo son otras calles de la ciudad, pues la regularidad de las líneas y el desconocimiento de su comienzo, provoca inmediatamente que le atribuyamos un carácter generalista; estamos en una calle cualquiera de una ciudad, que no sabemos muy bien donde tiene su inicio, ni siquiera sabemos si existe dicho inicio, que se alarga hacia delante sin mostrar un final claro y también en la que podemos encontrar personajes a los que no podemos identificar, debido a la enorme distancia que nos separa de ellos. La situación de los personajes, que no personas, pues al estar en la fotografía, pasan de ser entes con vida propia a seres creados por el fotógrafo, como lo puedan ser los protagonistas de cualquier novela, es también idónea, pues se hallan a la máxima distancia posible para que su figura pueda ser identificada como la de alguien que estaba allí en ese momento*, pero que no sabemos quien; pueden ser cualquiera. Además, si las figuras humanas de la fotografía estuvieran más cerca, reducirían la sensación de profundidad de la fotografía, por lo que como hemos dicho antes, la posición es perfecta.
La regularidad de las líneas, y de la fotografía en general, pues las líneas están compuestas por los elementos que la componen: los árboles, las luces de las farolas, las farolas mismas, los coches aparcados, los adoquines de la acera, las líneas que unen las paredes de la finca con el suelo, las que señalan los salientes de la finca, incluso la forma de las persianas, es la que crea este efecto. Todas ellas están compuestas por elementos que adquieren esta característica lineal gracias a la repetición; podemos ver que existen numerosos coches todos aparcados iguales, muchas farolas, todas encendidas y creando la misma cantidad de luz, árboles plantados equidistantes,… esta repetición proporciona a la fotografía un carácter regular, que podríamos calificar incluso como rígido, pues ningún elemento se atreve a ir en contra de este orden.
A pesar de todo lo mencionado, cuando un observador se detiene frente a la foto para mirarla, la primera sensación que surge en su interior no es de pesadez, ni de tristeza ante la falta de vida y de libre albedrío, como se pudiera pensar al leer todo lo anterior, sino todo lo contrario; la fotografía transmite una paz y una tranquilidad aplastantes. ¿A qué es debido esto? Sin duda, a la luz. Como muchas veces se ha dicho y escrito, la fotografía es el arte de la luz, y en este caso, aun teniendo la luz un origen artificial, se convierte ésta en la esencia de la fotografía. Los puntos de luz (las farolas) y los reflejos que producen, tanto en el suelo como en la pared de la derecha son suficientes, no sólo para anular la rigidez y el orden explicado anteriormente, sino para cambiar totalmente la connotación de la instantánea. La belleza de este paisaje urbano tan típico reside principalmente en la blancura de la luz, en como esta luz baña todas las superficies y les otorga un resplandor que provoca que se conviertan en elementos que resulten acogedores y que propician una sensación de bienestar en el observador. La luz se convierte aquí en protagonista absoluto, desbancando sin apenas esfuerzo a los otros elementos que componen la fotografía, las líneas y los objetos que a su vez componen a éstas. La luz se erige también como creadora de texturas, por ejemplo al observar e reflejo de los coches en la pared negra de la derecha, podemos apreciar la absoluta falta de rugosidad de dicha pared, o también, los reflejos que vemos en los coches nos permiten casi sentir el frío acero con el que han sido fabricados o también podemos contemplar sus suaves curvas. En definitiva, la vista casi llega a realizar funciones destinadas a otro sentido. el tacto, y todo debido a la luz irradiada por las farolas. Para mí, estos reflejos serían lo que más me llaman la atención, lo que según R. Barthes sería el punctum de la fotografía. Esos reflejos que casi me dejan tocar la superficie de la pared lisa y negra de la derecha son los que realmente me hacen sentir parte de la imagen, los que me punzan, los que me hacen pensar que esta fotografía es distinta y especial. Es lo primero que llama mi atención al observar la foto, incluso a pesar de las férreas líneas que intentan llevar mi mirada al final de la calle.
Por estas razones, creo acertado afirmar que la fotografía es adecuada, ya que podemos ver los tres factores que debe explotar la fotografía y además, en el orden adecuado : la luz, las texturas y la correcta disposición de los elementos, es decir, un reparto equilibrado de las masas.
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