viernes, 25 de junio de 2010

Marguerite Duras en clase de Landwirtschaftliches Rechnungswesen

Yo estaba en clase de contabilidad agronómica. Me hallaba sentado en un lateral de la sala, justo delante de la pantalla que la irregular distribución del mobiliario había obligado a colocar sobre la puerta de entrada. Mirábala desganado, igual que a la profesora y a los tres compañeros que compartían los asientos de mi fila. Me aburría. Me aburría el recto e insulso discurso de mi tutora. Su voz atonal se perdía como un murmullo en el vacío de la sala. Nada de lo que oía o veía me interesaba.

Quería que mi reloj marcara las seis menos cuarto de la tarde, hora a la que podía marcharme sin llamar negativamente la atención de mi gruesa maestra. Mi vista empujaba la manecilla de los minutos del reloj, quería acelerar su rotación dentro de la caja. Quería dejar de aburrirme, de tirar mi tiempo. Quería dejar de morir. Ansiaba vivir.

Un compañero, que no tengo claro si bajo su pantalón vaquero escondía una vagina o un pene, alzó su voz para responder a una cuestión propuesta por la profesora. ¡Bravo, hermafrodita! A pesar de tu indiferencia sexual posees una inteligencia portentosa. Te admiro. Lo hago, aunque realmente no creo que seas tan listo. Si lo fueras, marcarías claramente tu posición sexual, tu género, aunque tan solo fuera por evitar incómodas confusiones. Lo harías. Tu ambigüedad no esconde ventaja alguna bajo la máscara de falsa libertad burguesa que llevas puesta. Me repugnas.

He bebido antes de entrar en clase. Siempre bebo. Por la mañana bebo, por la tarde bebo, por la noche también lo hago. Es un vicio, mi vicio. No hay razón para hacerlo, pero lo hago. Tristemente tampoco hay ninguna razón para dejar de hacerlo. Me gusta demasiado.

No son las seis menos cuarto, pero mis compañeros se levantan de sus sillas, abandonan la sala. Se van. Son las cuatro, hora del descanso intermedio. Voy a aprovechar para largarme de aquí. Me camuflaré entre el alboroto de mesas, borregos y sillas. Me voy a vivir. Adiós.

sábado, 19 de junio de 2010

Eric Rohmer, escritor.

Caminando un día del mes de Junio por Unter den Linden, me detuve, como siempre que pasó por esta calle, en los puestos de libros que hay en la entrada de la Humboldt Uni. Eché un vistazo a las publicaciones ofrecidas, buscando clásicos alemanes en su idioma original, ésos que me quiero llevar a España y que llevo varios meses recopilando. Encontrar literatura en el idioma original en la península es complicado, por lo menos en mi ciudad.
De pronto, mis ojos se detuvieron sobre la portada de un libro y leyeron sorprendidos: Elisabeth von Eric Rohmer. Rapidamente tomé el libro y lo ojeé. ¿Era Eric Rohmer, el director de cine que tanto me entusiasmaba? ¿Había escrito una novela? Busqué en mi bolsillo los tres euros necesarios para adquirir el libro, pero no los encontré, por lo que tuve que volver al día siguiente.
Durante ese día numerosas preguntas rondaban mi cabeza. ¿Conseguiría Rohmer tener tanto éxito con la literatura como con el cine? (Nota: Este es mi blog y aquí yo marco las normas, yo decido lo que está bien y lo que no. Mi visión es la única posible. Quizás en un futuro mis ideas cambien y se contradigan a sí mismas, esto sucede habitualmente. Pero todas ellas coincidirán en su origen: yo. Ahora en el presente, mis opiniones dejan de serlo para transformarse en axiomas, en leyes. Es decir: El cine de Rohmer es maravilloso y punto.) ¿Por qué yo no conocía esta faceta de uno de mis directores favoritos? ¿Por qué soy tan inculto? ¿Alguna vez dejaré de ser una camiseta llena de agujeros?
Empecé a leer la novela ávido de nueva sabiduría rohmeriana y he de reconocer que no me defraudo en absoluto. Paisajes, diálogos, líos amorosos, toda la temática del director (y escritor) francés en estado puro. Y no solo eso, sino además, en su forma original, en su estado casi prenatal. Elisabeth fue escrita en 1944 en una habitación de París, desde la que como el mismo Rohmer dice ‘se escuchaban los disparos de entre aliados y nazionalsocialistas’, quince años antes del rodaje de su primera película, cuando Rohmer quería ser escritor y ni se planteaba hacer cine. (Esto lo supe después de comprar el libro.)
La novela discurre en un pueblo cercano a París (en la ficción) llamado Percy. El ambiente campestre, humano, natural que envuelve muchas de sus películas es trasladado directamente al papel mediante largas descripciones de bosques, jardines, casas, entremezcladas con bellos diálogos característicos de sus films, (veáse Le genou de Claire, Ma nuit chez Maud,…)
Durante el relato se van entrelazando como si fueran una tela de araña, muchas de esas hermosas escenas, (no sé si esta estructura pretendía maquillar la obra con un toque modernista, tan habitual de la época) que nos van ofreciendo distintas caras del discurrir veraniego de varios personajes de un tranquila villa rural. Amantes que dudan de su amor, jóvenes que descubren nuevos e inmensos mundos por primera vez, la libertad campestre, la alegría de vivir. Todos los pequeños placeres por los que merece la pena existir, retratados con sutileza, sin exageraciones, narrados con la naturalidad con la que suceden. 
Rohmer nos muestra escenas que por acostumbradas, nos pueden llegar a parecer casi triviales, vacías, pero que a la vez vertebran nuestra existencia, las que nos hacen felices o desgraciados, las que nos recuerdan que somos algo más que un grupo de átomos bien organizados, las que originaron la Nouvelle Vague.
En resumen, armonía, belleza y, casi austeridad, mezcladas y servidas como sólo el maestro sabe.
Muy recomendado.

sábado, 5 de junio de 2010

Retrato de chica ataviada con vestido azul.
Johannes Verspronck. Óleo sobre lienzo. 1641
66.5 x 82 cm
Rijksmuseum (Amsterdam)

Hacer clic en la imagen para agrandar. Recomendado. 



martes, 1 de junio de 2010

Muerte de una mosca. Fragmento. - Marguerite Duras

“Me gustaría contar la historia que conté por primera vez a Michelle Porte, que había rodado una película sobre mí. En aquel momento de la historia, me encontraba en lo que se llamaba la despensa, en la “casita” con la que comunicaba la casa. Estaba sola. Esperaba a Michelle Porte en la mencionada despensa. Con frecuencia me quedo así, sola, en esos lugares tranquilos y vacíos. Mucho rato. Y fue aquel silencio, aquel día, cuando de repente, en la pared, muy cerca de mí, vi y oí los últimos minutos de la vida de una mosca común.
Me quedé en el suelo para no asustarla. Me quedé quieta.
Estaba sola con ella en toda la extensión de la casa. Nunca hasta entonces había pensado en las moscas, excepto para maldecirlas, seguramente. Como usted. Fui educada como usted en el horror hacia esa calamidad universal, que producía la peste y el cólera.
Me acerqué para verla morir.
La mosca quería escapar del muro en le que corría el riesgo de quedar prisionera de la arena y del cemento que se depositaban en dicha pared debido a la humedad del jardín. Observé cómo moría una mosca semejante. Fue largo. Se debatía contra la muerte. Duró entre diez y quince minutos y luego se acabó. La vida debió acabar. Me quedé para seguir mirando. La mosca quedó contra la pared como la había visto, como pegada a ella.
Me equivocaba: la mosca seguía viva.
Seguí allí mirándola, con la esperanza de que volviera a esperar; a vivir.
Mi presencia hacía más atroz esa muerte. Lo sabía y me quedé. Para ver. Ver cómo esa muerte invadiría progresivamente a la mosca. Y también para intentar ver de dónde surgía esa muerte. Del exterior, o del espesor de la pared, o del suelo. De qué noche llegaba, de la tierra o del cielo, de los bosques cercanos, o de una nada aún innombrable, quizá muy próxima, quizá de mí, que intentaba seguir los recorridos de la mosca a punto de pasar a la eternidad.
Ya no sé el final. Seguramente la mosca, al final de sus fuerzas, cayó. Las patas se despegaron de la pared. Y cayó de la pared. No sé nada más, salvo que me fui de allí. Me dije: “Te estás volviendo loca”. Y me fui de allí.