Yo estaba en clase de contabilidad agronómica. Me hallaba sentado en un lateral de la sala, justo delante de la pantalla que la irregular distribución del mobiliario había obligado a colocar sobre la puerta de entrada. Mirábala desganado, igual que a la profesora y a los tres compañeros que compartían los asientos de mi fila. Me aburría. Me aburría el recto e insulso discurso de mi tutora. Su voz atonal se perdía como un murmullo en el vacío de la sala. Nada de lo que oía o veía me interesaba.
Quería que mi reloj marcara las seis menos cuarto de la tarde, hora a la que podía marcharme sin llamar negativamente la atención de mi gruesa maestra. Mi vista empujaba la manecilla de los minutos del reloj, quería acelerar su rotación dentro de la caja. Quería dejar de aburrirme, de tirar mi tiempo. Quería dejar de morir. Ansiaba vivir.
Un compañero, que no tengo claro si bajo su pantalón vaquero escondía una vagina o un pene, alzó su voz para responder a una cuestión propuesta por la profesora. ¡Bravo, hermafrodita! A pesar de tu indiferencia sexual posees una inteligencia portentosa. Te admiro. Lo hago, aunque realmente no creo que seas tan listo. Si lo fueras, marcarías claramente tu posición sexual, tu género, aunque tan solo fuera por evitar incómodas confusiones. Lo harías. Tu ambigüedad no esconde ventaja alguna bajo la máscara de falsa libertad burguesa que llevas puesta. Me repugnas.
He bebido antes de entrar en clase. Siempre bebo. Por la mañana bebo, por la tarde bebo, por la noche también lo hago. Es un vicio, mi vicio. No hay razón para hacerlo, pero lo hago. Tristemente tampoco hay ninguna razón para dejar de hacerlo. Me gusta demasiado.
No son las seis menos cuarto, pero mis compañeros se levantan de sus sillas, abandonan la sala. Se van. Son las cuatro, hora del descanso intermedio. Voy a aprovechar para largarme de aquí. Me camuflaré entre el alboroto de mesas, borregos y sillas. Me voy a vivir. Adiós.
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